InicioBanderas españolasUna historia en rojo y amarillo: 175 años de la bandera española

AGUSTÍN MONZÓN

Jordi Pujol, entonces presidente de la Generalitat de Cataluña, expresaba sobre ella, en 1981, su “profundo respeto al símbolo de esta España justa, moderna y progresiva a la que todos aspiramos”. Hacía cerca de un siglo que Sabino Arana, padre del nacionalismo vasco, la había definido como “signo odioso” de la “dominación y esclavitud” a la que España sometía al pueblo de Euskadi. El pintor Salvador Dalí pasó por prisión por quemar una en 1915, sólo siete años después de que el féretro del histórico líder republicano Nicolás Salmerón fuera envuelto en ella. La Primera República española la hizo suya, mientras que la Segunda República prefirió transformarla.

La bandera española, la rojigualda, celebra en 2018 los 175 años de su institución oficial como bandera nacional. 175 años en los que ha sido referente obligado de los logros y festejos del país, pero también testigo -y en ocasiones motivo- de excepción, de disputas y desgarros, que no son más que los que han jalonado la convulsa historia de España a lo largo de los últimos dos siglos.

Fue un 13 de octubre de 1843 cuando un Gobierno encabezado por el liberal progresista Joaquín María López decretó los colores rojos y amarillo como “verdadero símbolo de la monarquía española” y determinó que todas las banderas y estandartes del Ejército español los adoptaran. Por entonces, España, en la línea de otros países de su entorno, se enfrentaba al reto de fundir el incipiente sentimiento nacional con la monarquía y para ello recurría al establecimiento de símbolos comunes.

Aquella bandera roja y amarilla, que se erigía entonces en emblema principal de España, tenía un origen mucho más remoto, fechado en 1785. Fue ese año cuando el rey Carlos III solicitó a su ministro de Marina, Antonio Valdés y Fernández Bazán, el diseño de una nueva bandera para la marina de guerra española.

En esa época, y desde el establecimiento en España de la dinastía Borbón, la armada española se identificaba por banderas blancas, sobre las que se exhibía el escudo de la monarquía y las aspas rojas de Borgoña. Pero, ahora, el monarca español optaba por un cambio radical en la enseña y, tras evaluar los doce modelos presentados por Valdés, se decidió por establecer un pabellón de tres franjas horizontales -roja, amarilla, roja-, siendo el tamaño de la central idéntico al de la dos bandas rojas juntas.

Las razones del cambio a la que desde un primer momento fue denominada “bandera nacional” quedan explicados en el Real Decreto del 28 de mayo de 1785, en el que se justifica el cambio “para evitar los inconvenientes y perjuicios, que ha hecho ver la experiencia, puede ocasionar la Bandera Nacional de que usa mi Armada Naval y demás embarcaciones españolas, equivocándose a largas distancias o con vientos calmosos”.

Como observa Juan Álvarez Abeilhé, en la época en que se produce esta modificación de la bandera de la armada española, “la mayoría de los países utilizaban pabellones en los que predominaba el color blanco (España, Francia, Gran Bretaña, Sicilia, Toscana…) y, dado que estaban frecuentemente en guerra entre sí, se producían lamentables confusiones en la mar, al no poder distinguirse si el buque avistado era propio o enemigo hasta no tenerlo prácticamente encima”.

Pero el historiador Hugo O’Donell sugiere, en su contribución al libro Símbolos de España, que éste no era el único motivo del cambio. Y, de hecho, apunta que existen pocas evidencias de confusiones lamentables en el mar a causa de la bandera. En cambio, señala que cuando Carlos III decide variar la bandera nacional, la política española había dado un giro que ya no hacía deseable la identificación con la monarquía francesa a la que contribuía la enseña blanca.

Sea como fuere, lo cierto es que desde 1785 la bandera rojigualda empieza una andadura que le llevaría a convertirse en la enseña oficial de España, aunque para ello aún restarían cerca de seis décadas.

La elección de los colores rojos y amarillo no fue fortuita ni una mera cuestión estética, sino que en ambos se sintetizaban los colores históricos de los estandartes de los antiguos reinos de Castilla y Aragón.

Desde los navíos de la armada, la nueva bandera no tardó en saltar a los arsenales reales y posteriormente a las plazas y fuertes marítimos. Y la llamada Guerra de Independencia contra los franceses, a partir de 1808, le dio la oportunidad por primera vez de ser ondeada en territorio español frente al enemigo. Sin embargo, por entonces, su presencia era aún muy limitada y compartía protagonismo con muy diversos estandartes, blancos en su mayoría.

De la mano del Himno de Riego
Sí obtuvo mejor suerte a partir de 1820, cuando el pronunciamiento del general Rafael de Riego dio paso al primer régimen liberal de la historia de España, el llamado Trienio Liberal. En un momento en el que “la movilización política alcanzó niveles insólitos hasta entonces en España”, los dirigentes políticos se dieron a la tarea de erigir símbolos perdurables que pudieran representar la soberanía nacional por la que decían gobernar, según explican Javier Moreno Luzón y Xosé M. Núñez Seixas en su obra Los colores de la patria.

Así, la rojigualda, de la mano del denominado Himno de Riego, fue ocupando un lugar cada vez más destacado en eventos oficiales, especialmente en las ceremonias militares. Pero la pronta caída del régimen liberal puso fin a su progreso, ya que el absolutismo recién implantado era contrario a la idea de nación y, por ende, al establecimiento de símbolos nacionales.

Sin embargo, la lucha entre absolutismo y liberalismo no había hecho más que empezar y, con el estallido de una guerra civil (la Primera Guerra Carlista) entre uno y otro bando, la bandera española roja y amarilla volvió a hacer su aparición en los campos de batalla, en manos de las milicias liberales. Y una vez la contienda se resolvió del lado liberal -identificado con la reina Isabel II- el camino estaba abierto para que la rojigualda se estableciera como el indiscutido símbolo nacional.

Obviamente, Madrid, como capital del reino, fue el origen en el que comenzó a hacerse habitual, desde la década de 1840, la presencia de la enseña nacional, que empezaba a ondear en lo alto del Palacio Real y en las cámaras parlamentarias. Pero los constantes viajes de la reina a lo largo y ancho del país contribuyeron a extender por toda España sus colores, que se exhibían en instalaciones militares, edificios públicos, en las calles y hasta en casas particulares.

Un momento culmen en el sentimiento patrio y, con ello, en la aceptación de la bandera lo propició la Guerra de Marruecos, de 1859 y 1860, que provocó una profusión de enseñas rojigualdas incluso en lugares tan distantes del reino como Cuba. Cuando llegaron las primeras noticias de que las tropas encabezadas por Leopoldo O’Donell y Juan Prim habían resultado vencedoras en la Batalla de Tetuán, la gente salió a las calles, ausentándose incluso de sus trabajos, para pasear sus banderas rojas y amarillas, al grito de “¡Viva España!”, según indican Moreno Luzón y Núñez Seixas.

El arraigo que adquirió este símbolo de la nación en apenas unas décadas fue decisivo para que sobreviviera sin apenas discusión al convulso periodo del Sexenio Democrático, cuando fue derrocada la dinastía Borbón y sustituida, primero, por el reinado de Amadeo de Saboya y, posteriormente, por la Primera República.

Aunque lo cierto es que en aquellos años algunos grupos minoritarios empezaron a propugnar un cambio de bandera, al considerar que la rojigualda estaba demasiado vinculada a los borbones. Estas propuestas, provenientes principalmente de movimientos republicanos, solían defender la creación de enseñas tricolores, al estilo de la francesa, en la que el morado empezaba a ganar fuerza como símbolo de liberación.

Este color, que ya había hecho algunas tímidas apariciones durante el Trienio Liberal, se asociaba a la Castilla de los comuneros –grosso modo, una sublevación contra el poder real-, aunque lo cierto es que se trataba de una confusión, dado que el color real de Castilla en los años de la revuelta comunera era el carmesí.

Un símbolo discutido
En cualquier caso, aquella primera brecha en la aceptación de la rojigualda se multiplicaría en los años posteriores y ya no tanto por la actitud de los movimientos republicanos -que mayoritariamente seguían aceptando la bandera roja y amarilla- sino por el influjo de los incipientes movimientos nacionalistas, especialmente en País Vasco y Cataluña, donde se empiezan a detectar a finales del siglo XIX y principios del XX los primeros casos de ultraje a la enseña nacional.

La pérdida de prestigio del Ejército, la Iglesia y la propia Corona, agudizada tras la crisis de 1898, alentó estos movimientos antiespañolistas, a los que siguió una reacción patriótica de similar intensidad, que se tradujo en enfrentamientos abiertos entre ambas facciones en los que la bandera desempeñó un papel principal.

En aquellas primeras décadas del siglo XX, los esfuerzos desde el poder para defender y extender el respeto a la bandera española, ya fuera desde la escuela o por medio del Ejército, provocaron, poco a poco, que la rojigualda fuera incorporando, a ojos de la sociedad, una serie de connotaciones sociales. Y los esfuerzos de la dictadura de Miguel Primo de Rivera por imponerla acabaron resultando contraproducentes, motivando que para un número creciente de españoles aquellos colores pasaran a ser los de una monarquía incompatible con cualquier forma de democracia.

Así, no es extraño que el advenimiento de la Segunda República, en 1931 llegara acompañado de una marejada de banderas tricolores, en las que la última franja de la bandera española cambiaba de rojo a morado.

La sustitución no resultó sencilla, porque entre buena parte de la sociedad, y especialmente entre aquella contraria al cambio de régimen, se criticó una medida que se consideraba innecesaria, ya que la rojigualda, decían, era apreciada por todos los españoles y “su carga histórica y emocional la hacía irremplazable”, según el Diario de Castellón.

Aquella controversia empujó a los dirigentes republicanos a incluir en la Ley de Defensa de la República el castigo contra aquellos que exhibieran símbolos alternativos a los oficiales, una medida que anteriormente sólo había llevado a cabo Primo de Rivera, contra las banderas nacionalistas.

En cualquier caso, los colores rojos y amarillo volvieron a recuperar una posición privilegiada a raíz del golpe militar del 18 de julio de 1936, a pesar de que en un primer momento muchos de los sublevados se levantaron contra el régimen republicano portando la bandera de la franja morada y entre sus dirigentes existían dudas sobre la conveniencia de envolverse en una enseña que podía restar apoyos entre los elementos antimonárquicos. Además, grupos como la Falange mostraban mayor querencia por sus propios símbolos que por los de la antigua Corona de España.

Estos recelos en torno a la rojigualda sucumbieron al empuje de los grupos sociales que respaldaron el levantamiento militar. Para éstos, volver a hacer ondear aquella bandera suponía “la emergencia de un sentimiento perseguido, oculto en el ámbito privado: tras cinco años de clandestinidad y angustia identitaria, aquel símbolo, que para muchos representaba a la nación desde tiempos inmemoriales, salía a la luz y concitaba pasiones en una catarsis colectiva”, apuntan Moreno Luzón y Núñez Seixas.

Fue así como la bandera roja y amarilla se convirtió en referente del régimen franquista surgido de la Guerra Civil, aunque con un cambio de escudo, tomando como referencia los antiguos símbolos de los Reyes Católicos, que pretendía borrar cualquier nexo con la monarquía derrocada en 1931.

Durante casi cuatro décadas, la dictadura se embarcó en la tarea de sacralizar los antiguos símbolos nacionales, recurriendo con frecuencia a una abusiva parafernalia patriótica, al tiempo que se perseguía la exhibición de los símbolos nacionalistas. Pero estos esfuerzos no tuvieron éxito en imponer el uso de la bandera bicolor entre los grupos más críticos con el régimen del general Francisco Franco.

Por eso, con la transición hacia la democracia que se inició con la muerte de Franco en noviembre de 1975, volvía a abrirse en España el debate de la bandera nacional. Para los grupos más próximos a la dictadura recién caída, la rojigualda representaba un símbolo irrenunciable del país; para los partidos republicanos, de izquierda y nacionalistas, aquellos colores portaban una mácula imborrable tras envolver durante décadas los abusos e injusticias del franquismo.

Aquella disputa obligó, como tantas otras a lo largo de esos años, a un complejo ejercicio de cesiones y concesiones entre los distintos movimientos políticos españoles. Mientras la UCD de Adolfo Suárez trataba de poner freno al uso de la rojigualda por los nostálgicos de la dictadura, llegando incluso a prohibir su uso sin autorización previa en manifestaciones y concentraciones -lo que motivó agudas críticas de las fuerzas de extrema derecha-, los principales partidos de la izquierda española acabaron por aceptarla.

Incluso el Partido Comunista de Santiago Carrillo asumió la bandera bicolor, lo que se convirtió en uno de los gestos más simbólicos en su camino hacia la legalización y por la reconciliación nacional. Como el propio Carrillo recordó, aquella enseña había sido la del franquismo, pero también la de la de la Primera República. Y en cualquier caso, “no hay color morado que valga una guerra civil”.

Del mismo modo, el también comunista Jordi Solé Turá defendió por entonces la aceptación de la bandera instituida por Isabel II casi 140 años atrás, señalando en el Congreso de los Diputados en 1978 que “durante mucho tiempo los símbolos de ese Estado han sido símbolos de opresión, pero es tarea de todos terminar con esa concepción, con esa visión, y hacer que esos símbolos sean considerados por todos como cosa propia”.

Aún costaría varios años que los principales partidos de la democracia se abrazaran con convicción a la rojigualda, hasta que el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 persuadió a los gobernantes españoles de la necesidad de relegitimar los símbolos para evitar que la idea de nación siguiese siendo un monopolio de la derecha antidemocrática. A ello contribuyó el cambio de escudo en diciembre de ese mismo año, para establecer uno representativo de las antiguas armas territoriales del reino.

Es a partir de entonces cuando puede decirse que España volvía a disfrutar de unos símbolos aceptados por una amplia mayoría del espectro político y social, después de más de medio siglo. Pero la paz en el terreno simbólico no estaba, ni mucho menos, garantizada, del mismo modo que España estaba lejos de dejar atrás las disputas que han marcado toda su historia en rojo y amarillo.

El Independiente


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